POPULISMO Y ESTRATEGIA SOCIALISTA EN AMERICA LATINA
Por Jorge Sanmartino*
El auge y radicalización del proceso en Venezuela reactivó los debates sobre la estrategia, la dinámica y contenido de la transición socialista y volvió a colocar los problemas derivados de la lucha política nacional -los partidos, las clases, las ideologías- en el centro de la reflexión política, por lo menos en el ámbito latinoamericano. Muchos de los tópicos derivados de estas situaciones durante los años 60 y 70, fueron relegados en beneficio de otras problemáticas en el período de las llamadas “transiciones a la democracia” en los años 80, o las reformas estructurales y la resistencia al neoliberalismo en los años 90. La actualización del tema, obviamente, no puede realizarse sobre la identidad de fórmulas y conceptos de hace treinta años, aunque es importante retener y actualizar sus debates a la luz de la presente coyuntura latinoamericana.
La filosofía populista
Durante décadas los analistas de la derecha intelectual y política han logrado transformar la expresión populismo en un término peyorativo, un concepto que apunta a remarcar el carácter autoritario, irracional y demagógico de un tipo de liderazgo. Laclau por el contrario, tuvo éxito en demostrar su carácter racional e, incluso, llevó el concepto hasta su límite, definiéndolo como la forma de la constitución política en cuanto tal. En consonancia con el retorno de la política en el continente, Laclau ha recuperado su sentido creador, denunciando “el eclipse total de la política” en autores como Hard y Negri, para quienes la unidad de un pueblo implica un retorno al Leviatán de Hobbes, propiciando el momento de la singularidad pura, el éxodo y la espera antipolítica[1].
Para Ernesto Laclau el populismo no es una ideología o una vía de articulación económica y política del estado, de ahí que pueda haber populismos de derecha, de centro o de izquierda y que Hitler, Perón, Fidel, o Ataturk sean definidos indistintamente como populistas. El populismo define, sobre todo, una forma de la política mediante la cual puede constituirse un grupo, en particular un “pueblo”[2]. Para formar un “pueblo” se requieren algunas condiciones. Una de ellas es la homogenización de lo que denomina pluralidad de demandas democráticas, que sólo es posible alcanzar mediante una frontera política, es decir un antagonismo externo que permita la estructuración interna del pueblo. Igual que Carl Schmidt, lo político como tal nace cuando se alcanza un antagonismo (del tipo amigo/ enemigo). A diferencia de Schimdt, Laclau concibe un homogenización siempre incompleta, que no logra elimina las diferentes identidades particulares. Las demandas democráticas insatisfechas constituyen la primera ruptura radical –la “falta”- frente a un bloque de poder institucional. Así, del acervo de la lingüística y del psicoanálisis lacaniano se extrae la idea de una tensión, siempre presente, de una lógica de la diferencia y de una lógica de la equivalencia. Cuando la última puede imponerse sin eliminar a la primera tenemos una formación populista.
La cadena de equivalencias se constituye en la medida que se articulan las demandas democráticas alrededor de una de ellas que, sin dejar de ser un particular, adopta la forma de un significante vacío –algo así como un universal nunca emancipado-, representando las demandas populares, a partir del cual puede establecerse un antagonismo. Así, esa nominación puede ser un líder, un pueblo o una clase. La teoría de la hegemonía es transformada en una teoría de la nominación. Invirtiendo el manual de algunos marxistas sobre la determinación política, es aquí el acto de nominar el que constituye lo social.
Por lo tanto el populismo puede ser definido más como una técnica política que por un contenido político y social. De allí que no tengan relevancia los programas u objetivos estratégicos. Al populismo lo caracteriza su vacuidad intrínseca, que es la única forma en que puede expandirse una cadena de equivalencias de manera tal de abarcar a capas sociales cada vez más amplias.
Laclau ha tenido el mérito de insertar la dimensión discursiva, simbólica de la movilización de masas y quitó toda base narcotizada en la relación de las masas y sus liderazgos, ejercicio tan afecto en los ideólogos de las clases dominantes. Sin embargo abrió nuevos problemas. Algunos de ellos se encuentran en la casi desaparición de las raíces estructurales de las formaciones populistas con consecuencias en dos sentidos complementarios: 1- El populismo así definido sólo puede reducirse a las formas simbólicas en que un campo de unidad política de masas es constituido, sin capacidad de explicar las raíces de su dinámica, contradicciones fundamentales y su agotamiento; 2- No encuentra otro horizonte que el de las formaciones económico-sociales capitalistas, dentro de las cuales se ha desenvuelto el populismo, pues no logra distinguir los rasgos cualitativamente diferenciales de sociedades en transición socialista. Puntualicemos estas críticas.
Socialismo y populismo
El populismo de Laclau lleva inscrita una contradicción no resuelta. En teoría nada impide que las formas populistas de la constitución de un pueblo puedan adoptar la simbología y la ideología socialista, si ella pudiese alcanzar el status de un equivalente universal y se volviese el significante constituyente de todas las demandas particulares. Un populismo de izquierda podría ser la vía de una revolución socialista. De hecho Laclau menciona en sus primeros trabajos sobre el populismo una vía de este tipo al afirmar que el socialismo, parafraseando a Lenin, sería la etapa superior del populismo[3]. Sin embargo sus trabajos fundamentales están orientados a demostrar que una perspectiva clasista es incapacitantemente estrecha para alcanzar un ampliación de la cadena de equivalencias. Ese motivo lo lleva a reivindicar las tentativas de eliminar el contenido clasista como la realizada por el PC italiano de Togliatti con la política de frente popular de la segunda posguerra. Al radicalizar a Gramsci, para quién una articulación hegemónica debía realizarse mediante la extensión del principio clasista a todas las clases subalternas, Laclau exige la ruptura de toda lógica clasista para lograr un estiramiento de la cadena equivalencial que, ambigüedad mediante, represente como significante vacío a toda al cadena de demandas democráticas. Es inevitable que en esta lógica de la articulación populista, el principio general, no explicitado, sea la coalición policlasista y la erradicación del antagonismo clasista. Mientras en teoría el socialismo sería el populismo químicamente puro, en la práctica fue eliminado como horizonte social e instrumento político.
En la experiencia práctica el populismo ha revelado esas limitaciones para trascender el modo al estado capitalista, algo que era imprescindible para preservar las conquistas de dichas formaciones ante las presiones exteriores e internas. En relación al estado capitalista, el populismo ha sido más continuidad que ruptura, y en muchas ocasiones ha podido reabsorber y reconducir las demandas populares. El caso del México de Cárdenas no es la excepción. Aunque se nutrió de toda la energía revolucionaria de las dos décadas pasadas y muchas de sus obras tuvieron efectos duraderos, derivó, sin solución de continuidad, en el inicio del bonapartismo de signo contrario con la presidencia de Manuel Ávila Camacho, mostrando una reversión indolora respecto al antagonismo simbólico ‘irreductible’ del período previo.
Sólo es posible equiparar ambos términos -y el antagonismo populista puede constituir una brecha radical con el bloque institucional- allí donde se opera una segunda brecha en las relaciones de propiedad, pero entonces la fisonomía del populismo cambia radicalmente al transformarse en ruptura socialista. Por ese motivo es teórica y políticamente incorrecto asociar uno al otro.
Una de las fallas más severas de las conclusiones de Laclau, es no indagar en la fase de asunción al poder estatal del populismo. Mientras es posible y necesario servirse de los estudios de la lingüística y el psicoanálisis para comprender los fenómenos de masas en la constitución de una “voluntad nacional popular”, es obligatorio también comprender las bases sociales en que ellas se constituyen, porque de su composición y dinámica social depende que las demandas democráticas puedan o no ser satisfechas, sin lo cual, paradójicamente, la articulación populista deja de funcionar. Es el motivo básico de los límites históricos de las formaciones populistas. En el caso del peronismo, una limitación de clase insalvable impidió movilizar a las masas y frenar las presiones sociales adversas, lo que desembocó en el golpe militar de 1955. No basta con constituir discursivamente al enemigo, por ejemplo, la oligarquía. Hace falta quitarle poder social y político. En este punto sigue estando presente el contenido preciso de la teoría de la revolución permanente formulada por Trotsky, en el sentido de que las demandas democráticas en países atrasados deben superar las restricciones de la propiedad privada y del estado capitalista para poder ser satisfechas de manera estructural y duradera, no sólo en cuanto a su concreción efectiva, sino también a su realización y ejercicio. El acceso a la arena política desata una lógica de multiplicación de las demandas. Pero es justamente aquí donde el populismo “realmente existente”, en su limitación estructural como alianza policlasista, componedor de intereses antagónicos, ha bloqueado la dinámica permanentista. Esta dinámica de características anti-capitalistas se volvió el único medio eficaz de desarmar los intentos de las clases y los poderes antagónicos por desactivar, incluso mediante golpes militares y masacres masivas, el potencial revolucionario de la movilización populista.
Los límites estructurales a la satisfacción de las demandas democráticas, el bloqueo contrarrevolucionario a las luchas proletarias y la influencia de los factores que alimentaron esa polarización bajo el tercer gobierno peronista en 1973 (crisis del petróleo, inflación, caída de las ganancias y poder emergente del proletariado industrial) son olímpicamente olvidados por el esquema de constitución simbólica. Fue la limitación estructural de la argentina dependiente, causas profundamente materiales, las que limitaron esa expansión y llevaron a un choque de intereses crecientes en el seno de la formación peronista. La “lógica de la contingencia” no puede captar el sentido en que Gramsci había limitado la capacidad de compromiso hegemónico de la clase trabajadora, -y de cualquier otra clase-, a que no se dejen de lado del todo sus intereses particulares, corporativos.
El populismo puede funcionar como alianza de clases mientras consiga integrar económicamente intereses contradictorios. La definición de Laclau se despreocupa de esta base estructural y por eso no ha indagado más allá del período de su constitución, para adentrarse en el de su crisis y ocaso.
El populismo como concepto debe necesariamente incorporar ciertas dimensiones sociales y estructurales. En América latina posee ciertos rasgos de familia: un estado más o menos regulador y proteccionista que sostenga una alianza de clases basada en un patrón de producción y consumo mercado internista, distribución de ingresos, gestión estatal de variables macroeconómicas y política social activa. Cada formación populista difiere considerablemente entre sí en relación a estos componentes, pero ninguno puede prescindir de una buena cantidad de los mismos. La lógica de equivalencias no puede constituirse sin algunas de estas medidas o una combinación de varias de ellas. Una política neoliberal, al desplazar las relaciones de poder hacia el mercado, independizar el mercado laboral de cualquier política pública, etc., rompe cualquier marco de contención populista. Es por ello que Carlos Vilas rechaza con razón denominar a gobiernos como los de Menem o Fujimori “neopopulistas”, pues el populismo no es “una opción permanente en la política latinoamericana con independencia de las configuraciones cambiantes de los escenarios históricos –vale decir de la configuración de las clases y otros actores sociales-, del desarrollo y orientaciones de la organización económica y de los procesos de acumulación…”[4]. La confusión proviene del hecho de que los caudillos neoliberales de los 90 sí se han servido del clásico repertorio de estrategias populista, utilizando su estilo plebiscitario.
Mientras que Laclau considera al populismo como un bloque antagónico a todo poder institucional, deja de lado un antagonismo radicalmente sobreimpuesto al mismo: la constitución de un bloque de oposición radical a todas las relaciones de poder capitalistas en general, punto de partida de toda estrategia socialista.
En cuanto a las formas políticas en que el populismo es capaz de articular la constitución de un pueblo, el peronismo es un buen ejemplo de los límites que un bloque antagónico tiene en la prosecución de una democracia radical cuando es gestionada de manera populista. Como lo sostuvo De Ipola “las modalidades bajo las cuales el peronismo constituyó al sujeto político “pueblo” fueron tales que conllevaron necesariamente la subordinación/ sometimiento de ese sujeto al sistema político instituido –al “principio general de dominación”, si se quiere– encarnado para el caso en la figura que se erigía como su máxima autoridad: el líder”[5]. El peronismo constituyó al pueblo en sujeto político al mismo tiempo que lo subordinaba al principio general de dominación y al poder absoluto del estado. Este fetichismo estatal reproduce relaciones de dominación que el socialismo espera superar. Laclau invalida esta aspiración socializante enfatizando la existencia perenne de la política en cuanto tal y en la creencia de que el paso a la “administración de las cosas” como Marx citaba de Saint-Simon, es sólo una utopía imposible. Sea o no posible la “abolición de la política”, un argumento tal engendra eternamente el principio jerárquico de dominación. Sin superar el poder en sí, se termina reproduciendo un bloque estatal de estratificación de poder. El socialismo aspira a la desarticulación de esa dominación y a cualquier resto de asimetría y desigualdad de clase y de otro género en la naturaleza de las relaciones humanas, favoreciendo una libre autonomía y limitando las interferencias estratégicas de poder en el campo de la formación de una ciudadanía democrática. Esa es la misma razón por la que se debe impugnar tanto el estalinismo en las experiencias del socialismo real como el fetichismo estatista derivado de su propia lógica jerárquica y explotadora. En eso consiste la idea de marxista de una “asociación de productores libres”, incluso si ella es sólo una idea regulativa. Impugnar las barreras que separan al socialismo del populismo a raíz de la reproducción a escala ampliada del principio jerárquico y opresor de los países mencionados, consolida la idea de que un horizonte social diferente es imposible.
Por último, una democracia radical, objetivo explícito del posmarxismo, sólo es posible en la medida en que sean removidas las barreras estructurales que reproducen las condiciones de un acceso desigual a la arena política. Esa desigualdad básica sigue asentándose en la capacidad de apropiación del excedente social asegurado por la propiedad de los medios de producción de la clase capitalista. De aquí que una perspectiva socialista sea la única variante de asegurar una democracia tal.
En conclusión, nunca el populismo ha representado el antagonismo contra todo tipo de opresión y dominación y por eso mismo, populismo y socialismo son proyectos estratégicos distintos. Una democracia radical solo puede devenir tal en cuanto se debilitan las formas alienadas de la economía y el poder y en consecuencia el antagonismo de clase.
El estructural-funcionalismo y su variante de izquierda
En los clásicos trabajos sobre el populismo del sociólogo argentino Gino Germani, se destacan ciertos conceptos que son constitutivos de su mirada teórica. Su estudio del peronismo parte de la caracterización de un fenómeno atípico, un proceso de modernización abrupta que da como resultado una movilización no integrada institucionalmente. De este modo lo que debería haberse desenvuelto de acuerdo a ciertos cánones según el modelo europeo, no se registran en la experiencia peronista. Si en el primer caso una democracia representativa logró integrar a los partidos, sindicatos y movimientos de la clase obrera en tanto organizaciones autónomas, en América latina este proceso no se logró debido al desbordamiento de los canales institucionales con demandas crecientes. Esta situación de “anomia” ofrece “grupos en disponibilidad” que pueden ser “manipulados” por nuevas formaciones políticas populistas que desprecian la democracia y tienden a ser autoritarias, basados en figuras carismáticas. Mientras que en Europa la clase obrera se consolidó mediante la identificación a sus partidos de clase, sean revolucionarios o reformistas, en América latina adoptaron un comportamiento “anormal”, “desviado” sin capacidad de autonomía de clase y carentes de una ideología correspondiente. De ese modo la adscripción al peronismo, al no seguir el modelo europeo de revela como “irracional”, una “aberración”, mientras lo racional hubiera sido el “método democrático” de corte europeo. La “tragedia argentina” consistió en un tipo disfuncional de integración de masas que dio como resultado una formación histórica autoritaria[6].
Germani también introduce en su análisis un componente estructural de determinaciones históricas por las cuales entiende que en cierto sentido no cabía otra actitud a la clase obrera de los años 30, por lo que reintroduce cierta “racionalidad” o justificación en el Recorrido histórico de la clase obrera.
No es el caso de algunas corrientes de pensamiento de la izquierda argentina, para quienes las formaciones populistas constituyen un “desvío” o “deformación” de un trazado político que debería corresponder a su propia naturaleza de clase. En este caso las articulaciones populistas no dejan de ser irracionales o desvíos históricos aberrantes, aunque se explican por una divergencia extendida en el tiempo entre la clase obrera, inherentemente revolucionaria en un período de decadencia capitalista, y sus liderazgos, siempre conservadores y reaccionarios por la acción corruptora ejercida por el capital. Sobre la base de esta lógica, las formaciones populistas, recurrentes a lo largo de la historia del siglo XX y con fuerza en algunos países en la actualidad, está concebida como un constante desvío y distorsión de los objetivos que su esencia clasista le dicta a la clase obrera. Mientras que en la perspectiva funcionalista el pueblo constituye una masa de maniobra disponible a la manipulación, en esta versión su disponibilidad se da producto de una traición política y no de una disfunción social.
Esta conceptualización es contradictoria con el poder esencialista que se el atribuye al proletariado. En definitiva cabe preguntarse cómo es posible que una fuerza histórica determinante en la sociedad pueda carecer de eficacia en el plano político de una manera tan profunda y prolongada, siendo incapaz de conservar su autonomía incluso en procesos revolucionarios. Una respuesta plausible podría ser coherente con una perspectiva mucho más pesimista dentro de la tradición marxista, como la desarrollada por la escuela de Frankfurt, en torno al fetichismo inherente de la mercancía y su expresión expandida en el plano de la cultura y la sociedad toda. Pero en una perspectiva revolucionaria militante, que considera por sobre todas las cosas la fuerza social del sujeto prometeico, parece una incongruencia difícil de superar. Aunque no sin incoherencias, el concepto de ideología puede darnos una pista de dicho recorrido.
Los usos de la Ideología
La base para representar al populismo como una desviación, es en parte la definición de ideología como “falsa conciencia”. El populismo puede ser representado como la expresión distorsionada de una representación proletaria ante la cual el papel del marxismo, en cuanto ciencia del materialismo histórico, es la desenmascarar y volver transparente lo que antes era opaco a los ojos de las masas. Este concepto de ideología, se sabe, es uno de los varios significados que Marx ofreció de ellos y quizá el más controvertido, sostenido en la metáfora de la “cámara invertida” que muestra una distorsión de la imagen desde la propia retina. Aunque esta definición parece hoy arqueológica, otra perspectiva, menos positivista, sobre una falsa conciencia no puede obviarse. En dicha metáfora Marx y Engels hacen hincapié en la distancia que separa las condiciones materiales y sus propias acciones de las ideas que los hombres se representan. Esa distancia es la que les permitió enfrentar la identidad absoluta entre objeto y sujeto del idealismo alemán. Igual que en Freud, ellos introdujeron la sospecha, revolucionaria, sobre lo que los hombres dicen de sí mismos. La brecha que existe entre ambas es el espacio de reflejos y ecos distorsionados de los que hablan en La ideología alemana. En una época donde se ha abrumado a las ciencias sociales con un relativismo posmoderno, es bueno anticipar que no todo puede ser sustraído a una verificación en cuanto a la falsedad o verdad de un enunciado. En este sentido el concepto de lo científico no deja de tener un valor real para el movimiento social. No deja de ser cierto que los discursos racistas o sexistas son expresiones distorsionadas o falsas sobre un sexo débil o sobre una raza inferior, así como una perspectiva condescendiente con el holocausto pueda expresar una falsa conciencia respecto a la condición de los judíos. Tiene implicancias para el debate aquí propuesto. Laclau no le da importancia al tipo de enemigo que un discurso construye. Lo que importa es la construcción de una conciencia contingente tout court. Puede ser una fantasmática “oligarquía”, el imperialismo, la burguesía mundial, los ricos, la globalización[7]. Lo importante para la política radical es constituir un pueblo. Pero el enemigo también pueden ser los judíos, los inmigrantes que quitan el trabajo a los nativos o la amenaza del país vecino. Sin distinguir algún criterio de verdad, que trasciende el discurso mismo, todos los gatos son pardos en la noche relativista. No basta con constituir un pueblo, hace falta que dicha unidad se corresponda con algún tipo de interés histórico, en cierta medida más allá de la conciencia inmediata de los actores sociales.
La brecha, nunca eliminada, entre lo que hacemos y lo que pensamos sobre ello, se encuentra en un territorio de opacidades y no siempre estamos en condiciones de comprender de la mejor manera los actos que nos gobiernan. Sin embargo de esta falta de transparencia no se sigue su necesaria falsedad.
Puede suceder que ciertos enunciados en defensa del sistema no sean falsos, y en cambio muchos de los eslogans socialistas lo sean. Las creencias que sirven a la reproducción de un sistema social pueden ser verdaderas y sin embargo promover el status quo. La ideología dominante puede reforzar su poder sin emplear siempre un discurso falso, o puede contener su falsedad en su verdad, como en el fetichismo de la mercancía.
Las ideas sobre reflejos y ecos sugieren demasiados problemas y reminiscencias iluministas y racionalistas más próximas al materialismo mecánico. Terry Eagleton anticipando una derivación mecanicista encuentra una inversión mecánica de la operada por los idealistas alemanes, sobre el valor de las significaciones para la “práctica vital real”: “Las ideas son internas a nuestras prácticas sociales y no meros derivados de éstas. La existencia humana, como reconoce Marx en otro lugar, es existencia propositiva o “intencional”; y estas concepciones propositivas forman la gramática interna de nuestra vida práctica, sin la cual serían mero movimiento físico. La tradición marxista ha utilizado a menudo el término “praxis” para expresar este carácter indisoluble de acción y significación”[8]. Las intervenciones políticas, las ideas y significados que damos a las cosas organizan nuestro mundo vital, son parte de las condiciones materiales y no son sólo distorsiones ideológicas de una infraestructura económica. Como sostuvo Raymond Williams “No es como si existiera ‘primero la vida social y material y a continuación, a cierta distancia temporal o espacial, la conciencia y ‘sus’ productos (…) La conciencia y sus productos son siempre parte, aunque variable, del propio proceso social material”[9]. Es a través de unas prácticas, de una experiencia y de una lucha cómo puedo transformar mis propias opiniones sobre un sistema social. No es posible entender el papel ideológico de un discurso sin comprender el medio social y político, es decir histórico, que ese discurso atraviesa. Volveremos sobre este punto al considerar el concepto de hegemonía.
Entre un mundo social distorsionado y completamente opaco respecto de los actos e intereses sociales propios y una comprensión transparente del proceso social en el que se está inmerso, existen una serie de tipologías de frontera variable. Una conciencia verdadera no está del todo exenta de alguna mediación simbólica.
Alimentando un desliz racionalista e iluiminista, Althusser separó tajantemente en algunos de sus escritos, la ciencia de la ideología. Las posiciones de la clase obrera se expresan no en alguna ideología, sino en la Ciencia, la del materialismo histórico, en lucha siempre permanente contra toda ideología, incluso aquellas de la clase obrera. Separa una falsa conciencia –ilusiones, creencias, sentido común- del saber verdadero. Pero una ciencia así definida sólo puede tener como criterio de versad su propia coherencia interna, y la hace sustraerse de todo contexto histórico. Igual que la sociología de Augusto Comte, para la cual las ciencias sociales son una “física social” de tipo objetivo, la historia queda fuera de toda explicación social. Una metafísica científica, desaloja a la historia y se vuelve sobre sí misma para encontrar su propio criterio de verdad, con el cual Althusser pretendió conjurar el peligro relativista que anida en el historicismo.[10] Por otra parte, analiza lo imaginario como un elemento ficticio, distorsionado. De Ipola se sirve de Rancière para ofrecer una versión diferente: “En el prólogo en cuestión (Se trata del libro La lección de althusser) Rancière hace un conjunto de observaciones sobre las condiciones que hicieron posible, y necesario, el surgimiento de la teoría marxista ‘…(que se sirve) de las formas discursivas de la ideología proletaria: lo que Rancière llama ‘las voces del taller, los rumores de la calle, las consignas de la insurrección …las formas de la literatura obrera o popular y de la canción picaresca…’. De alguna manera, el discurso científico de El Capital, como el discurso filosófico de los Manuscritos, articula, en el registro de una teoría o de una filosofía determinadas, las consignas de lucha de los proletarios. Y no sólo las consignas: también los “sueños”, las “fantasías imaginarias” de los obreros”. Mientras que lo imaginario en el discurso popular puede representar un obstáculo al conocimiento, puede en otras circunstancias representar una condición de posibilidad del mismo”[11].
Hasta aquí hemos visto cómo se fue relativizando hasta desaparecer, en el terreno epistemológico, ese corte imaginario entre una infraestructura económica y sus “reflejos” en la conciencia o en la superestructura de la sociedad. Si esa metáfora puede ser útil analíticamente, se vuelve inservible para una composición histórica real. Si como dice Marx se toma conciencia de las condiciones sociales de existencia en el terreno propio de la lucha ideológica, ella constituye un factor de existencia material y un componente tan real como los tornillos y las tuercas del mundo material. Así llegamos al papel activo de las significaciones discursivas en la constitución de la realidad social y cambiamos radicalmente la perspectiva sobre lo “racional” y lo “irracional” y sobre el papel de la ideología.
Lenin asumió que el socialismo era la ideología de la clase obrera sin quitarle por ello su carácter científico. El encontró una amalgama de tendencias falsas y verdaderas entrecruzadas en el la propia experiencia de lucha. Por ese motivo en su Qué Hacer distingue las tendencias espontáneas de lucha “embrionariamente socialistas” de su limitación economicista, a la que ve como una tendencia burguesa. El partido debía no suplantar a las masas, sino desarrollar, profundizar y dar un formato cada vez más conciente a las tendencias primeras. Lenin constituye por eso mismo una antesala al concepto de hegemonía.
Ideología y hegemonía
El concepto de hegemonía puede resultar más flexible y menos rígido para entender el fenómeno por el cual las significaciones en un proceso histórico deben ser permanentemente negociadas y donde no existe un límite infranqueable para la utilización de ciertos tópicos ideológicos. Ella incluye también el político y el económico. Se puede ejercer cierta hegemonía mediante todos estos recursos y en general ellos están siempre comprometidos. La hegemonía, al ser constituida por una clase o bloque de clases en lucha frente a otro bloque, debe necesariamente apropiarse de determinadas ideologías de las clases subalternas si pretende volverse hegemónico. Hasta el régimen fascista, cuyo centro fue la coerción y el terror más que el consenso, se apropió de ciertas demandas populares y ciertas tradiciones nacionales. En la Venezuela actual la nacionalidad es un campo de disputa áspero, y la apropiación popular de ella no parece que pueda explicarse como un acto irracionalista, aunque desde el punto de vista de una totalidad comunista universal abstracta pueda resultar falsa. Mientras que la figura simbólica de Bolívar fue asumida en el pasado por la institucionalidad estatal como precursor de la Venezuela moderna, hoy ha sido reapropiada como instrumento histórico de la lucha antiimperialista. Un análisis de los discursos presidenciales sobre la historia de Venezuela, el papel de Bolívar, Zamora, Sucre, etc., no resistiría el menor escrutinio historiográfico (el anti-norteamericanismo de Bolívar, el imperialismo de George Washington, etc.) pero lo importante no es tanto la distorsión de la historia (una tendencia a la infantilización del pasado como una historia entre buenos y malos, una continuidad lineal entre el siglo XIX y el siglo XXI, etc.) sino cómo se ha vuelto un campo de disputa fundamental en la lucha del presente y en la perspectiva del futuro. La reivindicación del indígena en la historia venezolana ha tenido una implicancia directa en su estatuto jurídico en la Constitución de 1999 y brindó una visión radicalmente anti-católica respecto a la colonización española. Ella convive con la perpetuación de una historia cruzada por grandes líderes y caudillos que hacen la historia, acompañadas secundariamente por las masas, que están allí para confirmarla justeza de su liderazgo. El retrato de Washington y Bolívar respectivamente es francamente equivocado, pero ha delimitado un campo político antiimperialista entre las más amplias masas populares, con repercusiones incluso de tipo continental[12].
Una “creencia verdadera” de las clases explotadas puede ser estructurada en el seno de un discurso hegemónico dominante o viceversa. El sincretismo de la iglesia colonizadora en América latina o el carnaval medieval pueden ser ejemplos de absorción cultural de elementos populares ajenos. En política el sentido político de ciertas creencias, puede ser asumida como propia por las clases dominantes. Algunos contenidos institucionales pueden ser reivindicados como propios, o ser abandonados al enemigo. Ese es el valor político ambiguo que tiene la democracia, ya sea una conquista de la lucha popular, o “el mejor envoltorio de la dominación capitalista”. Instituciones patronales como los sindicatos por empresa fueron fundados en Argentina en los 70 para quebrar la fuerza de los sindicatos nacionales, aunque el resultado fue que de allí nacieron los núcleos más duros del sindicalismo clasista. En Venezuela el patriotismo nacionalista inculcado por las clases dominantes durante décadas, que contribuyó a la defensa de la legitimidad del régimen ha sido radicalmente replanteada bajo otra perspectiva y dio lugar a la diferenciación política en el seno de las Fuerzas Armadas Nacionales.
El papel que cumple la ideología como fuerza política requiere de una definición relacional, lo que sucede también con respecto al estado, como lo hemos destacado en otro lugar frente a las definiciones más instrumentalistas[13].
Las clases sociales no explicitan sus ideologías de manera desnuda, directa, como si les correspondieran determinadas concepciones como productos naturales de su propia naturaleza. Las ideologías son espacios de disputa, ambivalentes, un campo semántico complejo y conflictivo; allí algunas ideas brotarán más directamente de experiencias clasistas, otras menos. Por su parte, al constituir articulaciones ideológicas las clases adquieren compromisos ideológicos con otras clases, así como económicos y políticos. La formación ideológica de una clase nunca está ligada directamente a una “naturaleza social” aunque ella sea su fundamento material -en concordancia con su posición de clase-, sino a la relación que en la lucha histórica ha tenido con el resto de las clases sociales. En ese campo de lucha, los significados son permanentemente robados, negociados, transformados o reapropiados por las clases en disputa, y esa composición hegemónica es productora de significados sociales duraderos que, para decirlo en términos de Althusser sobredeterminan las relaciones sociales. Ese fue el mayor aporte del marxismo inglés y en particular de Edward P. Thomson al estudio de la manera en que la clase obrera se constituyó a lo largo de los siglos.
En otros términos, existe una lucha permanente por la interpretación de los hechos y los discursos, lo que implica una disputa no sólo en el espacio de la producción de sentidos, sino en el de la circulación y la recepción de los mismos. Si en América latina lo ideológico aglutinó a lo social y lo político, conformando sujetos colectivos de identidades no clasistas, también es real que en ese movimiento colectivo no dejó de expresarse las orientaciones clasistas, de manera que se desplegaron un conjunto de disposiciones diferenciadas de sujeto, en el que el momento clasista nunca dejó de tener su peso específico, imponiendo una diversidad de orientaciones de acuerdo al peso social y político de las clases trabajadoras del continente.
Lo que implica hoy el “bolivarianismo” es algo muy distinto de los que significaba en el imaginario colectivo venezolano en el pasado. Lo que signifique un “socialismo del siglo XXI” para los nuevos empresarios vinculados a las contrataciones de obras del estado, parece ser algo muy diferente para aquellos que lo asocian a una democracia participativa y protagónica, de acuerdo a la nueva Constitución bolivariana y al impulso actual a los Consejos Comunales. La convocatoria a la formación de nuevos Consejos Laborales en las empresas públicas y privadas puede ser entendida como un acto manipulatorio para ejercer un control más directo desde el estado, o puede serlo como un campo de confrontación en los lugares de trabajo que potencia la acción y la influencia de los sindicatos clasistas. Su dinámica depende de su interpretación social y no sólo de un acto de gobierno. Como lo afirma Carlos de la Torre “El populismo, igual que el carisma (…) no puede reducirse a las palabras, acciones y estrategias de los líderes. Las expectativas autónomas de los seguidores, sus culturas y discursos son igualmente importantes para entender el lazo o nexo populista”[14]. Mientras que una perspectiva de falsa conciencia tenderá a considerar al discurso socialista como “demagogia” de Chávez porque hoy no existe tal socialismo, una perspectiva hegemónica tenderá a considerar el discurso como un componente esencial de las nuevas percepciones populares y se inclinará por entender la apertura de un campo semántico de disputa, es decir, una lucha política por el significado de dicho socialismo.
En los últimos años han florecido estudios empíricos sobre la estrategia de supervivencia de los pobres, con recursos de poder y organización para forzar intercambios con las políticas clientelares, así como la utilización activa de los discursos gubernamentales como recurso político en su propio beneficio. La idea de una falsa conciencia encaja mal con este repertorio múltiple de acción colectiva en el que se disputan y negocias los sentidos de la política.
Ahora es posible entender mejor cómo el terreno de la ideología se vuelve un campo político no por la impugnación lisa y llana de las tradiciones, mitos, creencias y símbolos populares, y en particular por la experiencia histórica de sus luchas, sino un espacio de disputa por su significación, relevancia y alcances desde una perspectiva socialista. El acto hegemónico no trata tanto de desalojar una ideología por otra, como en articularla en un nuevo entramado hegemónico.
Conciencia posible
Entender la ambigüedad del populismo como un tipo de distorsión llana puede resultar equivocado. Bajo esta perspectiva se suele subestimar las implicancias políticas de l fenómeno chavista, sobre todo el avance político, de conciencia, de organización popular de los últimos años, donde el proceso político tomó un curso cada vez más radical como reacción a los intentos desestabilizadores de la derecha. Esa dialéctica entre liderazgo y masas movilizadas que se identifican y responden a iniciativas populares impulsadas desde el estado, sólo es posible comprenderla bajo otro concepto que el de una dicotomización entre el arriba manipulador y el abajo desorganizado.
Quizá esto pueda ser explicado con un concepto que utiliza Lucien Goldman, el de conciencia posible[15].
Goldman enfoca el problema sobre la conciencia posible más que sobre la conciencia real. Después de todo, la mejor encuesta sociológica no hubiera podido detectar en enero de 1917 que esos campesinos que bendecían al zar se hubieran alzado contra él pocos meses después. Se trata de comprender los cambios susceptibles de producirse en la conciencia. Mientras que ellos podían aceptar ciertos puntos de un programa socialista, eran incapaces de asimilar uno que sostuviera la socialización de la tierra. Por eso motivo Lenin abandonó su programa original y concedió la posibilidad de un reparto individual, lo que le valió un áspero debate en el seno del socialismo. Frente a los campesinos Lenin logró negociar de manera tal que pudiera avanzar su programa socialista. Un conflicto más fundamental se encuentra en el dilema de los economistas clásicos, a los que Marx los consideraba epistemológicamente incapaces de ir más allá de su conocimiento del Valor, producto de su propia perspectiva de clase, lo cual tiene implicancias fundamentales en la teoría de la comunicación, porque aquí la capacidad comunicativa está ontológicamente bloqueada. Se trata ante todo del problema del campo de conciencia de un grupo y de su variabilidad sin que se operen cambios sustanciales en la estructura social. Lo que nos interesa aquí es más bien unas consecuencias derivadas de la conciencia posible, aquella que puede situarse y se vuelve concreta para todo un grupo social en una coyuntura histórica, más que la conciencia posible lukacsiana sobre las posibilidades históricas generales. En ese caso lo que es “falso” o “verdadero” no puede ser definido de manera externa, sin comprender el campo de las opciones posibles, determinadas por la historia pasada y de la coyuntura política. Tomemos el caso del programa de Lenin sobre el derecho a la autodeterminación nacional. Aquí también muchos socialistas, entre ellos Rosa Luxemburgo, se opusieron a dicha consigna por considerarla una claudicación al nacionalismo burgués. Pero Lenin tenía en mente algo parecido a esa estructura de lo posible en la conciencia de las masas. Lenin entiende que, frente a la presión zarista, la autodeterminación de las naciones oprimidas históricamente por el imperio ruso constituye una opción política realista y emancipadora, que la burguesía nacional desea capitalizar para sí misma. Un internacionalismo abstracto constituiría una perspectiva reaccionaria, porque la conciencia de clase internacional debe ser situada en las condiciones de posibilidad reales en que puede manifestarse. En concreto el “nacionalismo” de Lenin era más “verdadero” que un “internacionalismo” abstracto, que en el programa científico del socialismo constituye la única salida justa con arreglo a los intereses históricos del proletariado. De esta manera, un principio general podía cumplir una función reaccionaria si se oponía al instinto popular de liberación del yugo zarista. Trotsky practicó un ejercicio semejante cuando a fines de los años 30 demandó una “Ucrania soviética independiente” que aparentemente era un retroceso nacionalista ante el internacionalismo de la federación soviética. En ambos casos las demandas y los sentimientos populares fueron un dato fundamental en la consideración científica sobre lo “racional” o lo “irracional” de una cierta adhesión política o inclinación de la conciencia. El papel de lo nacional jugaba, como lo juego hasta el día de hoy en América latina, un doble papel y por lo tanto constituye una arena de disputa por el contenido social que debe adquirir.
Con esto nos basta para poder avanzar hacia una definición mucho más compleja sobre la conciencia y la perspectiva socialista, y para poder captar en la experiencia práctica, en la “práctica real vital”, como decía Marx, las opciones efectivas que tuvieron a mano los actores sociales y que constituye una plataforma única para el desarrollo de un movimiento socialista.
El caso de Venezuela parece óptimo para ejemplificar el contenido preciso de una conciencia posible. El hundimiento de los partidos hegemónicos de la era puntofijista, abrió el camino para la emergencia de nuevas formaciones políticas una vez que el Caracazo de 1989 y el descontento popular agotaran las capacidades regenerativas del régimen institucional. En esas condiciones emergió lo que había sido una tradición en la política venezolana, un liderazgo militar, de características plebeyas que, mediante métodos anti-institucionales, logró captar el apoyo popular porque abrazó demandas nacionales, antiimperialistas, agrarias e indigenistas en una oposición polarizada al viejo sistema de partidos. No hay aquí “desvío” alguno de una perspectiva proletaria socialista, porque en las circunstancias concretas no había una opción de ese tipo que estuviera disponible. No fue la izquierda histórica, muy debilitada, sino un liderazgo populista sin apoyo empresario ni político, salvo de algunos sectores militares y de izquierda, el que lanzó un desafío al régimen de partidos. Chávez fue indiscutiblemente el motor de un proceso de cambios políticos y sociales que no hubieran tenido eco sin un movimiento popular dispuesto a entablar una lucha, pero que difícilmente lo hubiera realizado sin liderazgo político. Esta característica resalta si se la compara con situaciones como las de Bolivia y Ecuador, donde la fuerza combativa de los movimientos sociales, el peso organizativo de los mismos y, particularmente en Bolivia, la fuerte tradición de activismo proletario y campesino, fueron la base de la construcción política institucional que luego llegaría al poder como producto directo de levantamientos e insurrecciones.
En este sentido concreto, la opción de las masas frente a la constitución de un campo de oposición delimitado entre un bloque institucional caracterizado como corrupto y vendido al FMI y el imperialismo, y otro que se presentó abrazando una causa nacional, operó en el sentido de esa conciencia posible que explica un apoyo masivo del pueblo pobre a Chávez. Una oposición a dicho liderazgo en nombre de un socialismo materialmente inexistente, reproduce ese tipo de cortocircuito entre la doctrina y la conciencia posible de un movimiento real, que se traduce en una incomprensión histórica y una apelación al recurso teórico del “irracionalismo”.
Esa conciencia posible se sostiene, además, en una cultura política de tradición histórica, donde las masas han sido incorporadas al movimiento y despertadas a la vida política por liderazgos políticos populistas. Pero mientras formaciones como las de Acción Democrática movilizaron de manera clientelar las voluntades, en la actualidad se asiste a una combinación contradictoria de flujos en ambas direcciones: interpelación desde arriba e iniciativas tomadas desde abajo que constituyen un terreno de subjetivación política cualitativamente diferente al tipo de movilización clientelar del pasado.
La polarización social y radicalización política posterior al golpe y al paro petrolero alimentaron la formación de organizaciones autónomas en urbanizaciones y municipalidades, en el campo y empresas, como lo atestigua el crecimiento del movimiento campesino y la formación de la UNT junto con un proceso de sindicalización creciente desde 2003. En este itinerario están contenidas todas las contradicciones de un proceso abierto, en las que conviven tendencias caudillísticas con aquellas de auto-organización que implementaron desde el mismo estado las Misiones, los Comités de Tierra Urbana, las Mesas Técnicas del Agua y otras instancias de organización por las bases que confluyen en los Consejos Comunales como instancias de coordinación. La iniciativa de formación del Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV) contiene todos aquellos ingredientes contradictorios antes mencionados. Una necesidad de consolidar y dinamizar el propio aparato político burocrático y darle consistencia organizacional, concentrar una cadena de mandos intermedios que la difusión pluripartidista de los denominados partidos del cambio (MVR, PODEMOS, PPT, PCV y otros) se traduce en la convocatoria a una ampliación de los espacios políticos de las masas y la toma de decisiones democrática en un partido de masas. Tendencias contradictorias que se procesarán en su interior, al que se trasladará todas las tensiones vivas que existen en el amplio movimiento bolivariano. Por su carácter de masas, dicho partido no puede ser definido en términos categóricos, sino como formación centrista, vacua, a la manera en que se dieron partidos o movimientos de masas en pleno proceso revolucionario, como el Sandinismo y el FMLN salvadoreño, o formaciones con control estatal en proceso revolucionario, como el ejemplo, según Trotsky, de la SFIO francesa en el ascenso del Frente Popular en Francia en 1936.
En definitiva entran en tensión las formas de cristalización institucional y de cooptación estatal con el despliegue de movimientos de autogestión, como ocurre con la cogestión en empresas o con la convocatoria a la formación de Consejos Laborales. Estudiando comparativamente las formaciones políticas de la historia nacional venezolana asistimos por primera vez a una amplia y expansiva red de participación popular en los capilares de la sociedad civil en un país caracterizado, desde la misma constitución de su esquema productivo rentístico, por su verticalismo y dependencia estatal, que en la cultura nacional ha sido el gran redistribuidor de favores y prebendas a lo largo de la Venezuela moderna[16]. En ese sentido las alternativas para una evolución dinámica hacia una formación socialista están hoy mil veces más maduras de lo que estaban hace diez o quince años, cuando la izquierda revolucionaria era casi inexistente, la guerrilla había sido liquidada y la izquierda alternativa como Causa R o el MAS se habían adaptado rápidamente al cogobierno institucional AD-COPEI.
Lucha hegemónica
Lo decisivo de una ideología no es que sea una falsedad respecto a una realidad vedada que nos gobierna, sino una fuerza activa que organiza nuestras vidas mediante una “visión del mundo”. Ella es históricamente orgánica cuando es argamasa de un consenso histórico. Por lo tanto no es falsa o verdadera desde un punto de vista científico-metafísico, sino si es eficaz desde un punto de vista histórico en relación a la emancipación social. El sentido común popular, con sus mitos y leyendas no puede ser desechado sin más, así como no se debe caer bajo el influjo demagógico de venerar todo lo que proviene del pueblo. Se trata de distinguir, separar, y rearticular las tendencias críticas y potencialmente revolucionarias en las prácticas y sentidos populares en una estructura más amplia y sólida, científicamente estructurada y que de cómo resultado una visión del mundo superior a la vieja sociedad. Como vimos, la ciencia se nutre de esa práctica compleja y contradictoria, de esa praxis social, pues “si las verdades científicas fuesen definitivas, la ciencia habría dejado de existir como tal, como búsqueda, como nuevos experimentos, y la actividad científica se reduciría a una divulgación de lo ya descubierto. Esto no es verdad, para fortuna de la ciencia (…) La ciencia también es una categoría histórica y un movimiento en continuo desarrollo”[17].
Esa rearticulación de un sentido común potencialmente crítico que nace de la experiencia vital (un revuelto de sentidos de dirección imprecisa y contradictoria) con la “filosofía superior” es el hilo que anuda la política, que no puede realizarse sin que existan intelectuales orgánicos, y sin que ellos sean parte de esa masa popular, de manera tal de asegurar la unidad de teoría y práctica. Ello da por resultado un nuevo bloque hegemónico siempre móvil, en permanente construcción, de fronteras imprecisas.
Una perspectiva tal puede ofrecernos un instrumental teórico lleno de implicancias políticas, de manera que podríamos comprender cómo un bloque histórico expresa un entramado complejo y sintético de la experiencia histórica de diversas clases aliadas, de sus compromisos mutuos y de la penetración ideológico-política que los atraviesa, constituyendo de conjunto una “voluntad colectiva” superior. Esa conciencia de clase no es una derivación directa de intereses históricos nacidos de las contradicciones de clase, sino que, siendo su punto de partida, se volverá una conciencia concreta en la mediación de todo el campo de la lucha política e ideológica. A su vez esa síntesis vuelve a las clases abstractas del análisis lógico, encarnaciones vivas de un proletariado situado en el tiempo y el espacio, es decir definido por el conjunto de sus componentes concretos.
Comprender el fenómeno ideológico y político como una lucha de programas acabados y determinados por su posición de clase, da resultados muy diferentes a considerarlos como un terreno de conflicto. Así, como lo anticipamos más arriba, una clase hegemónica no impone tanto su propia visión del mundo al resto de las clases sino que articula múltiples visiones de diversas clases y elementos ideológicos difusos, expandiendo su propia visión del mundo que incorpora las propias demandas y ciertas ideologías de las clases aliadas. Es esta hegemonía la que constituye sujetos sociales concretos.
Izquierda y populismo en América latina
Laclau ha hecho hincapié en el carácter mediador de lo simbólico para entender la autonomía de lo ideológico en la constitución de agentes sociales. Pero introdujo una escisión ilícita en la dialéctica entre el campo simbólico y el campo social, de la que deriva una contingencia radical, una vez rota cualquier ancla condicionante. Sin embargo es posible reconstruir una estrategia socialista partiendo del concepto de hegemonía, reestableciendo su dialéctica político-social. Es una tarea por desarrollar conforme al necesario recomienzo de un pensamiento estratégico. Es posible para ello retomar el sentido de una diferenciación de orientaciones en el seno del populismo, lo cual lo vuelve un proceso dinámico. Allí están latentes una orientación basada en la reconstrucción del estado mediante un modelo desarrollista y una tendencia de ruptura social que conviven de manera inestable. El populismo venezolano representa estas dos facetas, con mayor o menor preponderancia y superposiciones de acuerdo a las coyunturas políticas. Las teorías posmarxista de la constitución simbólica del sujeto se detienen justamente cuando el populismo deviene estado y es necesario reconsiderar el retorno de lo social, en particular, cuando se trata de comprender los alcances y límites de su proyecto. No es posible sustraerse a las presiones materiales y su oscilación entre demandas y posibilidades sistémicas de capturarlas. Es necesario recordar que el concepto de hegemonía se construye como momento ético político, pero nace de las propias relaciones de producción, “si la hegemonía es ético política no puede dejar de ser también económica”. Basta recordar los estudios sobre el americanismo, en donde la hegemonía “brota de la producción”. De ahí que sea imposible sustraerse a la relación capital-trabajo y en consecuencia a la centralidad de la clase trabajadora como eje de la producción social bajo el capitalismo.
Parece poco probable que prospere una burguesía bolivariana si una gestión obrera progresa en las empresas o el estado no asegura por todos sus medios la seguridad jurídica de sus bienes. A su vez es difícil que pueda verificarse un sostenido apoyo obrero si la desigualdad social persiste a pesar de los crecientes ingresos. El momento corporativo y el hegemónico no son instancias independientes, pues la capacidad del momento político depende no de la desaparición del momento económico sino de su articulación hegemónica.
Antes de proseguir constatemos una serie de elementos constitutivos del nuevo proceso latinoamericano que podrían servir para comprender un poco mejor el terreno de una recomposición estratégica.
El papel preponderante del estado en la reconfiguración del proceso venezolano demuestra la vitalidad del populista en el continente. Se trata de un fenómeno histórico y no de una técnica coyuntural de manipulación política.
El elemento estatal es preponderante en toda la formación social latinoamericana. Ella contrasta con la génesis de las formaciones de clase europeas que se forjaron con mayor independencia relativa del estado, en un antagonismo social permanente durante todo el siglo XIX. En las clases subordinadas, dio origen a las mutuales, sindicatos y partidos propios de clase. Su posterior integración en el Estado Ampliado no borró la huella de su formación independiente. Fue distinta la constitución de un sujeto político clasista en América latina (con todas las desigualdades propias de países muy diferentes), muy asociada a la arena estatal e integrada desde su constitución tardía en las formaciones populistas. Este rasgo particular tuvo un peso decisivo en Venezuela incluso con la formación de los modernos sindicatos en el siglo XX. Esa característica, luego del hundimiento de la institucionalidad surgida en 1958 del pacto de Punto Fijo, sigue siendo preponderante. Fue la arena institucional-estatal, desde el período de la independencia, desde donde se ha proyectado la conformación de una sociedad civil moderna. Esta influencia estatista, provista por todo el desarrollo histórico latinoamericano, se agudiza en Venezuela, cuyo sostén es, desde la década del 30, la renta petrolera. Su explotación tiñó todo el campo de la formación social de clases en base a la redistribución del poder y de la asignación de recursos desde el estado. Sea mediante un sistema partidista monopólico en la gestión estatal (AD-COPEI), o mediante liderazgos movimientistas (Chávez), el estado fue siempre un mediador fundamental en la alianza de actores sociales, cobrando primacía sobre las organizaciones intermedias (sindicatos, organizaciones profesionales, movimientos agrarios o comunitarios) las cuales se han desarrollado bajo su tutela o estructurados de acuerdo a su relación con el.
Esta relación asimétrica se reprodujo en el proceso bolivariano, pero éste ha desatado un proceso de retroalimentación abierta que por primera vez en la historia moderna venezolana abre la posibilidad de un desarrollo considerablemente más autónomo de las clases explotadas, condición indispensable para cualquier proyecto socialista. Desde el punto de vista del debate sobre el socialismo desde abajo, está claro que en Venezuela conviven dos tendencias en un difícil equilibrio. Se impulsó en 2004 la gestión obrera en algunas empresas, pero luego se las limitó y de hecho se las inhibió en PDVSA. Se impulsaron círculos bolivarianos y Unidades de Batalla Electoral, para nuclear a decenas de miles de chavistas no partidistas, dándole participación en los debates, aunque también se ha reforzado el poder del estado al canalizar dichos movimientos en las estructuras de los ministerios y del Poder Ejecutivo. En las Misiones o las Mesas de tierra y agua se impulsan grados de autonomía efectiva pues allí la comunidad decide e implementa de manera efectiva sus programas en una perspectiva muy diferente a la dependencia clientelar desarrollado por el populismo clásico[18]. Pero el estado también refuerza su presencia y control a través del manejo propio del presupuesto y de los grandes emprendimientos. Toda una gama de programas de participación popular están hoy en desarrollo, aunque es dudosa la capacidad autónoma de dichos movimientos en la toma de decisiones en las grande políticas públicas. Persiste un conglomerado de tendencias latentes de dirección opuesta, aunque lo nuevo en el proceso actual ha sido la radicalidad en las políticas de participación popular que reabren de manera concreta el debate sobre las vías de la democracia directa y su relación con la democracia representativa.
Estrategia socialista
Más allá de sus particularidades, Venezuela vuelve a plantear una pregunta referida a las formaciones políticas de masas en el continente: Cómo alcanzar una hegemonía de las clases explotadas, y por lo tanto una voluntad colectiva nacional popular, recuperando la dimensión clasista y socialista de dicha hegemonía[19]. En resumen, cómo rearticular una tradición nacional popular, sostenida por toda una trayectoria histórica y cultural en un campo hegemónico socialista. La dinámica cubana parece marcar más una excepción que un patrón de acción normativa. Allí una dictadura militar fue derrocada por un bloque democrático que en su dinámica social y política, se desenvolvió de manera permanentista dando por resultado un trastocamiento del régimen democrático burgués hacia tareas socialistas. Pero en la mayoría de los países de la región, las formaciones sociales menos rígidas, el permanentismo no agotará la estratégica socialista. Allí está la dificultad de dicha perspectiva en países con recambio constitucional, cierta movilidad social y riqueza de instituciones políticas y civiles. Aún así el modelo cubano se basó en un liderazgo popular democrático, bajo formas políticas no muy diferentes a ciertos populismos regionales, ajeno a la izquierda latinoamericana, que atravesó el umbral de la propiedad privada con la agudización del conflicto desde mediados del año 60. Una mayor dependencia económica, una frágil organización estatal y una burguesía muy débil, le otorgó al populismo cubano un mayor contenido obrero campesino y lo hizo menos permeable a la influencia burguesa, como en Argentina, Brasil o México. Allí todo el potencial socialista de una rica tradición revolucionaria pudo coagular en una orientación de ruptura con la vacilación policlasista del populismo continental. Dejó en los hechos de ser populismo. Los problemas posteriores derivados de su aislamiento, las relaciones con la URSS, el tipo de estado autoritario y de partido único son problemas diferentes y no asimilables a la lógica política populista.
Nuestra orientación, que comprende el fenómeno populista latinoamericano como un conjunto contradictorio de tendencias latentes, apunta a transfigurar y rearticular el contenido popular revolucionario de dicha constitución en una voluntad colectiva anti-capitalista y socialista. Las formas en que esto sea posible, el arte político de dicho desenvolvimiento y el papel que le quepa a los líderes populares en este proceso están abiertos al desarrollo real y concreto de cada proceso y a las vías tácticas y mediaciones particulares que encuentre la izquierda en el transcurso del mismo.
El populismo venezolano incluye hoy una coalición de intereses contradictorios que parecen difíciles de integrar. Para lograr un nuevo patrón de acumulación se requiere una nueva estructura productiva que choca con la tendencia natural del beneficio capitalista a situarse en los sectores más inmediatamente dinámicos de la economía local. El fomento de la libre empresa reproduce el esquema de un patrón primarizante y dependiente, de importaciones baratas, y endeudamiento interno que transfiere recursos hacia desde el estado a los bancos, fortaleciendo al capital financiero y duplicando esquemas que ya han sido utilizados bajo la bonanza petrolera a fines de los años 70 en el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez. Un plan de industrialización integrada con otros países de la región puede y debe prescindir de una canalización de recursos hacia el capital privado como eje ordenador de la inversión. A su vez una participación creciente de los sectores populares en la planificación social en sus comunidades puede tender naturalmente ha rebasar los niveles locales para instalarse en esferas más altas de toma de decisiones. El auge de formas cooperativas y autogestionarias sienta las bases para un nuevo tipo de estado y una gestión democrática por parte de la sociedad. Esas tendencias chocan con una recomposición del capital privado y con una cristalización del poder jerárquico y vertical de las instancias estatales. Pero es justamente este tipo contradictorio de elementos los que están hoy en conflicto. Lo que importa para una estratégica de intervención socialista es la capacidad de orientar y desarrollar las tendencias primeras por sobre las segundas. Pero para ello no puede prescindirse del terreno en el que se desenvuelve el conflicto: una recuperación de identidad nacional popular antiimperialista, una recomposición de sujetos populares operada por la intervención del movimiento bolivariano encabezado por Chávez, la percepción popular de que un liderazgo populista ha sido motor de iniciativas radicales y de la ampliación del espacio de intervención de las masas, y a su vez de la participación y acción de estas mismas en los momentos críticos. Se abren así toda una serie de problemas tácticos y políticos, pues los elementos indicados se sobreimprimen a la tendencia cesarista, la reproducción de un movimiento subordinado a la toma de decisiones de un liderazgo reducido e incluso unipersonal, el aplazamiento de una clara orientación anti-capitalista que dificulta y bloquea una reorganización social y productiva no rentística y preserva aún niveles importantes de desigualdad y pobreza, por lo menos respecto a la evolución de los ingresos petroleros. Edgardo Lander define la dialéctica entre el liderazgo bolivariano y el papel de la participación de masas como un proceso no resuelto: “La transformación de esta experiencia de cambio político cultural en una práctica participativa consolidada con creciente control colectivo sobre los recursos económicos, políticos y simbólicos de la sociedad no está garantizada. Además de la necesidad de superar una férrea oposición interna y externa; el camino en esta dirección dependerá de la creación de mecanismos de gestión y participación en lo público más institucionalizados y transparentes, con más eficacia y menos corrupción; de la autonomía que puedan adquirir las organizaciones populares; y de cómo evolucione en el tiempo el liderazgo de Chávez. Este liderazgo unipersonal y carismático ha desempeñado un papel medular sin el cual no hubiesen sido posibles los cambios políticos de estos últimos años. Sin la capacidad comunicativa y pedagógica de Chávez, difícilmente se hubiese dado la movilización y creciente incorporación de grandes sectores excluidos del país. Puede, sin embargo, este mismo estilo, de liderazgo convertirse en obstáculo a una dinámica de democratización si preserva en sus manos una alta proporción de las decisiones”[20].
La concreción de una estrategia de hegemonía socialista implica un desafío para la izquierda, pues debe abandonar todo aristocratismo político basado en el concepto de “falsa conciencia” y ser capaz de superar el populismo sobrepujando y rearticulando toda una serie de valores, demandas e identidades. Se trata de distinguir el contenido estratégicamente diferencial entre el socialismo y el populismo, así como comprender su entrecruzamiento.
Una versión pobremente racionalista de la dinámica de la lucha de clases en Venezuela, puede estar tentada, como dijimos, de una denuncia a la “irracionalidad” populista. En ella, agentes sociales que deberían comportarse en base a unos modelos prefijados de acción colectiva (por ejemplo el modelo ruso de relación con el estado o de formación de organismos de poder), parecen siempre manipulados y desviados de dicho objetivo. Esta concepción (arraigada en alguna tradición de la izquierda radical argentina), no tiene chances de explicar ni el tipo de acción colectiva del proceso venezolano, ni el papel del liderazgo de Chávez. Porque las formas y las vías que adquiere dicha acción colectiva no dependen sólo de modelos y programas, sino también de la morfología social y político-institucional resultante de toda una tradición nacional.
Es recomendable, en consecuencia, abandonar cierta política de la externalidad, en la que se espera que un movimiento de masas confundido y cautivo “despierte” de su encantamiento y rompa políticamente con el populismo. No era esa la idea que tenía Lenin sobre la organización política de masas, a pesar de las acusaciones de vanguardismo que se le ha hecho al Qué Hacer, quitándolo de su contexto histórico[21]. La exterioridad política es una consecuencia de dicha caracterización. Ella se sustenta en que el peor enemigo es aquel que se “disfraza” de socialista, engaña a las masas con discursos sobre el socialismo del siglo XXI, toma medidas progresivas que favorecen al pueblo. El enemigo imperialista o la derecha golpista son aquí enemigos menos pérfidos, pues no enmascaran su objetivo. De modo que los que sirven a los intereses de los capitalistas son ante todo los más izquierdistas, por ejemplo el discurso chavista sobre el socialismo y la democracia protagónica. La idea de articular demandas y estructurar una estrategia socialista donde es lícita la “guerra de posiciones” como momento de una guerra total, es reemplazada por una confrontación global y directa, en primer lugar, con aquellos considerados como los enemigos más pérfidos. La dinámica hegemónica que traslada el centro de gravedad político desde una formación populista a otra socialista rearticulando los discursos y las conquistas sociales, ideológicas y políticas, es reemplazada por una confrontación directa con la izquierda, aún cuando esta confrontación esté disfrazada de “exigencias” tácticas. Esa es la explicación por la cual todo apoyo a medidas progresivas resulta desechado. Y sólo una exterioridad total respecto al movimiento populista, puede asegurar una doctrina y una pureza revolucionaria total, capaz de lanzar una confrontación abierta al enemigo más descarado, aquel que se disfraza de rojo. Por este camino una parte de la izquierda se ha vuelto incapaz para participar con éxito en el nuevo ciclo de luchas y procesos populares abierto desde fines de la década del 90. Entre el peligro de la integración y la marginalidad, la izquierda que ha buscado con más o menos éxito un camino a las masas ha debido tomar en cuenta y desplegar su estrategia socialista dentro de los procesos y los espacios en el que ellas elaboraban sus propias experiencias, lo cual siempre implicó relaciones más o menos conflictivas con los movimientos populistas dominantes. Aunque nunca es posible descartarla por completo, hasta ahora no se ha verificado una ruptura de masas como la operada en el modelo ruso, que sentó las bases para una “técnica de desenmascaramiento” y toda una doctrina sobre las consignas. La adhesión popular hacia aquellos movimientos que despertaron una conciencia nacional de masas perduró históricamente. Su decadencia nunca fue expresión de la emergencia y amenaza directa de la izquierda revolucionaria, aunque sí se ha verificado el desarrollo de alas izquierda allí donde las tensiones llevaron a una diferenciación cada vez mayor. Experiencias como las que viene realizando la Corriente Clasista, Unitaria, Revolucionaria y Autónoma (CCURA) en la UNT y otros colectivos sindicales, sociales y políticos de la izquierda revolucionaria venezolana, que forman parte del movimiento bolivariano y desde esa misma trinchera, con su lenguaje y su trayectoria se proponen desarrollar un programa y un movimiento que apueste a la radicalización del proceso, son experiencias que muestran un camino diferente para el desarrollo de la izquierda revolucionaria. En el período que se abrió se requiere un esfuerzo por repensar una estrategia socialista para América latina que ponga como norte de su objetivo la fusión de aquellos valiosos revolucionarios aislados durante mucho tiempo con un verdadero movimiento de masas. Sólo la fuerza y vitalidad de un pueblo en revolución puede concretar una doctrina que, si es histórica, si tiene el potencial para modificar la realidad, debe ella también ser modificada por el movimiento revolucionario real.
El rol que pueda jugar la izquierda socialista en la nueva ola latinoamericana es de vital importancia para configurar el papel que ocupará en la revolución por venir. Por eso mismo la estrategia de la izquierda latinoamericana debe ser puesta en discusión de manera urgente.
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* Integrante del EDI (Economistas de Izquierda) y de la Corriente Praxis en el MST.
[1] Hard, Michael; Negri, Antonio, Multitud, Debate, Barcelona, 2004.
[2] Laclau, Ernesto, La razón populista, FCE, Buenos Aires, 2005.
[3] Laclau, Ernesto, Política e ideología en la teoría marxista, Siglo XXI, Madrid, 1986.
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