Pensamiento y praxis para construir el socialismo en América Latina

martes, 15 de abril de 2008

LA SUBVERSIÓN DE LA PRAXIS

Lic. Antonio A. Sanles

Universidad de Buenos Aires

Facultad de Ciencias Sociales

asanles@mail.fsoc.uba.ar

La subversión de la praxis



La teoría marxista, empeñada en comprender el mundo ha aspirado siempre a una unidad asintónica con la práctica popular tratando de transformarla. Perry Anderson [1]

La cita alude a la capacidad o pretensión del materialismo histórico de presentarse como teoría crítica y a la vez, e indivisiblemente como autocrítica. Esto lleva no sólo a la búsqueda de una teoría de la historia, sino también de historia de la teoría.

En las Consideraciones sobre el marxismo occidental, Anderson destaca que luego del triunfo y posterior aislamiento de la revolución rusa, la existencia de tres oleadas de derrotas sufridas por el movimiento obrero en los países capitalistas más avanzados de Europa, marcaron o configuraron el curso de esta teoría. Así, los levantamientos de pos guerra en Alemania, Austria, Hungría e Italia fueron sofocados al promediar los años veinte y seguidos por el ascenso del fascismo; igual suerte corrieron los frentes populares de España y Francia en la década del treinta; y ya al finalizar la segunda guerra mundial, los movimientos de resistencia ligados a los partidos socialistas y comunistas, no pudieron ejercer su hegemonía en el nuevo escenario caracterizado por las democracias parlamentarias y el keynesianismo. Durante el período comprendido entre 1918 y 1968, el marxismo occidental, sintetiza dicho autor, encontró refugio en Alemania, Italia y Francia; pero debido a las experiencias adversas antes mencionadas, su rumbo marchó cada vez más escindido de los movimientos populares revolucionarios, lejos de las trayectorias diseñadas por sus antiguos dirigentes y pensadores como Luckás, Korsch y Gramsci. De los sindicatos y partidos políticos se trasladó a los institutos de investigación y los departamentos de las universidades, del puesto en la lucha de clases al sillón de la academia.

Y en concordancia con dicha mutación, sobrevino el cambio de enfoque. “Así como Marx se había trasladado en sus estudios de filosofía a la política, y de aquí a la economía, el marxismo occidental invirtió esa trayectoria. Los grandes análisis económicos del capitalismo en un marco marxista desaparecieron en su mayor parte tras la gran depresión; el examen político del estado burgués decayó tras el silenciamiento de Gramsci; la discusión estratégica de las vías hacia un socialismo realizable desapareció casi por completo. Su lugar fue ocupado por un restablecimiento progresivo del discurso filosófico propiamente dicho centrado en cuestiones de método, es decir, de carácter mas epistemológico que sustantivo”.[2]

Las décadas siguientes, testigos del agotamiento del estado de bienestar, del derrumbe del bloque soviético y de la irrupción de hermenéuticas débiles, negadoras de grandes relatos, dieron lugar a la sensación de colapso del marxismo. Sin embargo, la producción teórica dentro de esta corriente, sobre todo en el campo historiográfico, continuó, se hizo más prolífica, sumándose a los autores de Europa continental, los de origen británico y en menor medida norteamericano.

Pero aún sigue faltando la conexión entre teoría y práctica; la ausencia de estrategias adecuadas por parte de la izquierda, remite a la cuestión de los intelectuales. Por ese motivo y ciertamente, no sólo por ese, abordar a Gramsci, hoy, a comienzos del siglo XXI, no debe parecer un anacronismo ni un capricho academicista.

Una organización revolucionaria que no logre formar sus propios intelectuales no podrá superar el economicismo, entendiéndose éste como sindicalismo teórico; quedará atrapado en el momento económico-corporativo sin poder ejercer hegemonía en la sociedad civil ni dominio en el Estado. Del mismo modo, una intelectualidad separada de los trabajadores quedará aislada de los acontecimientos sociales.

La reducción de lo político al Estado, a lo institucional-legal, lleva a separar lo político de lo económico, tal la concepción del liberalismo, que aunque rebatida con insistencia, no siempre logra ser enteramente aclarada. Gramsci no desconocía la fuerza que conlleva el sentido común, que es poderoso y contribuye en gran medida a ver las cosas de esta manera. Así se desprende de las Notas críticas sobre un intento de ensayo popular de sociología, dirigidas a Bujarin: “… la filosofía del sentido común, la filosofía de los no filósofos, es decir la concepción del mundo absorbida acríticamente por los diversos ambientes sociales y culturales en que se desarrolla la individualidad moral del hombre medio… Cuando se forma en la historia un grupo social homogéneo, se elabora también contra el sentido común, una filosofía homogénea, es decir, coherente y sistemática”.[3]

Los aportes gramscianos al marxismo occidental están relacionados a los conceptos de poder, hegemonía, Estado, crisis y algunos otros, todos interrelacionados en un contexto muy especial, no sólo por su condición de prisionero del fascismo italiano, sino también por las diferentes tácticas y estrategias que surgían en los ámbitos de la II y III Internacional.

Su visión, que no pretende ser un pensamiento cerrado, acabado, de carácter cientificista, sino un aporte teórico para la acción, lo coloca en el lugar de la praxis. La unidad dialéctica del proceso histórico marca y distingue profundamente su análisis; supera a través de ella la distancia entre determinismo y voluntarismo, amplía y descubre los nexos entre sociedad civil y Estado, sin por eso, renegar de la ortodoxia marxista ni caer en la trampa de la dicotomía liberal.

Si la obra de Marx y Engels, ha sido cuestionada como corpus teórico consistente, mucho más susceptible al respecto se muestra la producción de Gramsci.

Fragmentarios, elípticos, a veces contradictorios, siempre vitales, tardíamente conocidos, parcialmente estudiados, sus escritos políticos y personales dan cuenta de un autentico revolucionario, decididamente antidogmático, comprometido con las ideas y la vida de los hombres. Todo esto ha dado lugar a los “usos” y “antinomias”, distintas interpretaciones y legados, derivados del énfasis selectivo puesto en uno u otro pasaje de su peculiar registro, tal como muchas veces sucede con los autores clásicos, referencias insoslayables para sus continuadores.

La intención de este ensayo es presentar la concepción de crisis elaborada por Gramsci, para articularla con otras categorías y encuadrarla en su contexto histórico.

Tradicionalmente, la crisis estuvo signada por un fatalismo más o menos atenuado según los casos, pero la idea subyacente fue siempre “en última instancia”, la contradicción insalvable entre el grado de desarrollo alcanzado por las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Por definición la crisis sería estructural, de base económica.

Gramsci sostiene que las crisis históricas fundamentales no son provocadas inmediatamente por hechos económicos. El malestar o bienestar económico como causa de nuevas realidades es un aspecto parcial de las relaciones de fuerzas en sus distintos grados.

Para establecer un análisis justo de las fuerzas que operan en la historia de un período determinado, es necesario plantear las relaciones entre estructura y superestructura, que conforman el bloque histórico. Este se presenta como la unidad de los contrarios y distintos, dotado de un dinamismo interno que excluye el determinismo automático. “La pretensión (presentada como postulado esencial del materialismo histórico) de presentar y exponer toda fluctuación de la política y de la ideología como expresión inmediata de la estructura tiene que ser combatida teóricamente como infantilismo primitivo, y en la práctica hay que combatirla con el testimonio auténtico de Marx […] La dificultad que plantea identificar en cada caso, estáticamente (como imagen fotográfica instantánea), la estructura; la política es de hecho en cada caso reflejo de las tendencias de desarrollo de la estructura, pero no está dicho que esas tendencias vayan a realizarse necesariamente.”[4]

Siempre es oportuno recordar - y así lo hace Gramsci, en obvia alusión a Marx en el Prólogo a la Crítica de la Economía Política- dos principios; que ninguna sociedad se propone aquello para cuya solución no existan ya las condiciones necesarias y suficientes o estén en vías de aparición; y que ninguna sociedad desaparece si antes no desarrolló todas las formas de vida implícitas en su relación.

Por tanto, es imprescindible distinguir los movimientos orgánicos, relativamente permanentes, de los coyunturales, u ocasionales, inmediatos, casi accidentales.

Respetando el esquema triádico de la dialéctica hegeliana, economía, política/cultura y guerra representan tres momentos de una misma totalidad social. Así, en una relación de fuerzas, se distinguen tres grados o momentos: la relación de fuerzas sociales, ligadas a la estructura, independientes de la voluntad de los hombres, de naturaleza objetiva; la relación de fuerzas políticas dada por el grado de homogeneidad, conciencia y organización de los distintos grupos sociales que a vez corresponden a distintos momentos de la conciencia política colectiva, el primero es el económico- corporativo, el segundo, en el interior de todo el grupo social pero exclusivamente en el campo económico, y el tercero conocido como catarsis, cuando se trasciende lo económico para representar los intereses políticos, intelectuales y morales de ese y otros grupos subordinados sobre los que se ejerce hegemonía. Por último, la relación de fuerzas militares, con dos momentos, el técnico- militar y el político- militar. Si falta este proceso que va de un momento a otro conjugando voluntades y situaciones, la vieja sociedad resiste. Una crisis se desata cuando se han revelado contradicciones insalvables que las fuerzas políticas tratan de neutralizar para conservar la estructura, pero eso sólo es posible dentro de ciertos límites.

Así como es propio del marxismo considerar las categorías mercancía, dinero, capital, etc. como relaciones y no como cosas, Gramsci destaca el carácter relacional del poder, concepto clave de la política y de la ciencia política.

“Si la clase dominante ha perdido el consentimiento, o sea ya no es dirigente sino sólo dominante, detentadora de la mera fuerza coactiva, ello significa que las grandes masa se han desprendido de las ideologías tradicionales, no creen ya en aquello en lo cual antes creían, etc. la crisis consiste precisamente en que muere lo viejo sin que pueda nacer lo nuevo, y en ese interregno ocurren los más diversos fenómenos morbosos”.[5]

La crisis de hegemonía o de autoridad o crisis del estado en su conjunto, puede producirse por debilidad de la clase dirigente o por la acción de las clases subalternas. “En cada país el proceso es distinto, pero el contenido es el mismo. Y el contenido es la crisis de hegemonía de la clase dirigente, producida o bien porque la clase dirigente ha fracasado en alguna empresa política suya en la que ha pedido o impuesto por la fuerza el consenso de las grandes masas (como en el caso de la guerra) o bien porque vastas masas (especialmente de campesinos y de pequeños burgueses intelectuales) han pasado súbitamente de la pasividad política a una cierta actividad y plantean reivindicaciones que en su inorgánico conjunto constituyen una revolución.”[6]

Una crisis constituye el elemento objetivo, por sí sola no implica la salida revolucionaria. Por el contrario, puede darse, como las más de las veces, una situación reformista, para recuperar la hegemonía, una “revolución pasiva”, o bien una solución meramente coercitiva, o desembocar en otro tipo de compromiso de fuerza, representado por un hombre providencial o carismático. Este fenómeno del cesarismo, que puede ser progresista o regresivo, expresa una situación en la cual las fuerzas en lucha, se equilibran de manera catastrófica de manera tal que la continuidad de la lucha, llevaría a la destrucción recíproca de las partes.

“La fase actual de la lucha de clases en Italia es la fase que precede a la conquista del poder político por el proletariado revolucionario, mediante el paso a nuevos modos de producción y de distribución que permitan una recuperación de la productividad, o bien a una tremenda reacción de la clase propietaria y de la casta de gobierno. Ninguna violencia dejará de ejercerse para someter al proletariado industrial y agrícola a un trabajo de siervos; se intentará destruir inexorablemente los organismos de lucha política de la clase obrera (Partido Socialista) e incorporar los organismos de resistencia económica (los sindicatos y las cooperativas) al sistema de engranajes del Estado burgués”.[7]

Resulta muy interesante la observación de Gramsci en cuanto que el cesarismo puede presentarse, aún en ausencia de una personalidad heroica, sería el caso de un gobierno de coalición, al menos en un grado inicial; o de fuerzas sindicales y políticas financieramente sólidas, que podrían así tomar el poder sin recurrir a un golpe militar. En todo caso, el cesarismo moderno sería más policial que militar; definiendo lo policial en sentido amplio, es decir: “… no sólo del servicio estatal destinado a la represión de la delincuencia sino del conjunto de las fuerzas organizadas por el Estado y los particulares para tutelar el dominio político y económico de las clases dirigentes.”[8]

Para lograr el triunfo revolucionario hace falta que la crisis orgánica sea canalizada por una fuerza progresista capaz de ejercer otro tipo de dominación y una nueva hegemonía, expresar un objetivo propio de reconstrucción, que reúna la voluntad política colectiva, nacional y popular para establecer la reforma intelectual y moral, que sólo puede concretarse si también tiene lugar una reforma económica.

En la lucha contra- hegemónica, tendiente a transformar la relación estructura- superestructura del bloque histórico, deben desplegarse distintos frentes de batalla. Desarticular la sustentación ideológica cuyos portadores y nexos son los intelectuales orgánicos, constituye una tarea fundamental y preliminar para poder destruir el aparato represivo. “…los hechos ideológicos de masa están siempre atrasados en relación con los fenómenos económicos de masa y que, por consiguiente, en ciertos momentos el impulso automático debido al factor económico es frenado, obstaculizado e incluso destruído momentáneamente por elementos ideológicos tradicionales…”[9]

La formación de una vanguardia, de un partido de la clase obrera, se plantea como tarea imprescindible para poder llevar a cabo la toma del poder. Ese es el sentido del Príncipe moderno, el partido político, que en un determinado momento, de acuerdo a las relaciones de fuerza de cada nación, intente crear un nuevo tipo de Estado.

Para que un partido político exista, deben confluir tres elementos fundamentales: un grupo indefinido de hombres que ofrezcan disciplina y fidelidad, pero no espíritu creador ni capacidad de organización; un elemento de cohesión principal, dotado de inventiva, que centralice democráticamente y a la vez discipline; y un tercero que articule a los anteriores, que los ponga en contacto no sólo físico sino intelectual y moral. El segundo de los componentes es el núcleo del partido, su existencia está ligada a condiciones objetivas y siempre es importante tener en cuenta cuál es su accionar y qué prepara en caso de ser destruido. “Ya que en la lucha siempre se debe prever la derrota, la preparación de los propios sucesores es un elemento tan importante como los esfuerzos que se hacen para vencer.”[10]

Conviene señalar aquí, que Gramsci concibe la idea que cada partido es la expresión de un grupo social, de ahí que partido orgánico se iguale a grupo social, aunque pueda presentarse dividido como fracciones de partido. La historia de un partido político, no sería más que la historia general de un país desde un punto de vista monográfico.

De la misma manera cada grupo social, con su modo particular de relacionarse con el mundo de la producción, genera sus propios intelectuales orgánicos, para lograr homogeneidad y conciencia de si, no sólo en el aspecto económico, sino también social, cultural y político.

Los intelectuales son los gestores o empleados del grupo social dominante, para ejercer o dirigir las acciones tendientes a ganar el consentimiento espontáneo de los gobernados, y cuando esto no es posible, a “disciplinar legalmente” para asegurar la reproducción del sistema. En otras palabras, son los responsables de que las funciones de hegemonía social y dominio estatal se lleven a cabo. No hay una sola capa de intelectuales, sino más bien un gradiente en el que se combinan en modo decreciente, atribuciones directivas, organizativas y grados de especialización; sin embargo, en todos sus niveles, (al igual que en la organización militar) hay orgullo y espíritu de cuerpo.

Planteadas ya estas cuestiones, hace falta revisar que significado tienen para Gramsci los términos hegemonía y dominio. Existen controversias acerca de su originalidad, alcances y precisiones.

A juzgar por la metamorfosis del término hegemonía, Anderson llega a pensar que “En el laberinto de sus cuadernos Gramsci se perdió”[11], teniendo en cuenta la metamorfosis de la hegemonía y sus posibles ilusiones socialdemócratas, aunque inmediatamente concluye diciendo que su vida y su obra demuestran que se trataba de un revolucionario.

De todas formas resulta interesante traer aquí dicho análisis para destacar cómo la teoría se convierte en praxis cuando es modelada, impulsada y cuestionada por los hechos políticos, económicos y sociales de una realidad a la que se quiere transformar.

En El Príncipe Moderno, en un extenso parágrafo titulado Lucha política y guerra militar, en uno de sus párrafos, comparando guerra de posición – propuesta para Europa occidental - y guerra de maniobra – verificada en la revolución rusa-, la sociedad civil de los modernos países capitalistas se presenta como una estructura compleja y resistente a las catástrofes económicas, su andamiaje superestructural sería equivalente al sistema de trincheras. En otro pasaje del mismo parágrafo, al comparar Oriente y Occidente, y las posturas de Lenin y Trotsky respecto del cambio de táctica por el “frente único” y la persistencia en la “revolución permanente”, de uno y otro, lo económico no pertenecería a la sociedad civil y además la relación equilibrada entre Estado y sociedad civil en Occidente no sería tal sino una simple inversión de las magnitudes de los términos de Oriente, dado el tamaño desmedido de la sociedad civil alrededor de la cual el Estado sería sólo la “zanja exterior”.

“…porque en la Europa central y occidental el desarrollo del capitalismo ha determinado no sólo la formación de amplios estratos proletarios, sino también, y por lo mismo, la aristocracia obrera con sus anexos de burocracia sindical y de grupos socialdemócratas. La determinación, que en Rusia era directa y lanzaba las masas a la calle, al asalto revolucionario, en Europa central occidental se complica con todas estas sobreestructuras políticas creadas por el superior desarrollo del capitalismo, hace más lenta y más prudente la acción de las masas y exige, por tanto, al partido revolucionario toda una estrategia y una práctica mucho más complicadas y de más respiro que las que necesitaron los bolcheviques en el período comprendido entre marzo y noviembre de 1917.”[12]

Unas páginas más adelante, en el parágrafo Cuestión del “hombre colectivo” o del conformismo social, refiriéndose al concepto de “revolución permanente” – nacido antes de 1848 y luego de las reflexiones sobre la experiencia jacobina – cuando la sociedad civil se encontraba en estado de fluidez, aunque con relativa autonomía, pero que llega a su fin en 1870 con los nuevos patrones de acumulación debidos a la expansión colonial europea, pero sobre todo con la complejización de las relaciones internas e internacionales. Tanto el Estado como la sociedad civil experimentan un desarrollo inédito que sin embargo, resta autonomía a esta última, teniendo lugar el pasaje de la permanencia del movimiento a la hegemonía civil.

Se hallarían así tres posiciones distintas en cuanto a la relación entre Estado y sociedad civil: a) una relación equilibrada, b) supremacía de la sociedad civil y c) supremacía del Estado. A su vez cada uno de los términos en sí, tendría también distintos significados: a) Estado en contraste con la sociedad civil, b) Estado como sumatoria de la sociedad civil más la sociedad política y c) Estado sería igual a sociedad civil. La hegemonía civil equivaldría a la guerra de posición y a la política del frente único.

La palabra hegemonía es atribuida a Gramsci, a pesar de haber sido una de las consignas de la social democracia rusa entre 1890 y 1917. Para 1903 era sostenida tanto por los mencheviques como por los bolcheviques; ya en 1905, fue sólo patrimonio de los últimos, cuando Lenin expresa que el proletariado es revolucionario sólo cuando tiene conciencia de esta hegemonía y la realiza.

A partir de 1917 el término desaparece en Rusia pero permanece en las tesis de los dos primeros congresos de la III Internacional, en las que se consideraba que el deber del proletariado era ejercer hegemonía sobre los demás grupos explotados que eran sus aliados en la lucha de clases; si esto no era logrado se caería en el corporativismo. En el IV congreso en 1922, cambió de sujeto y apareció como ascendiente de la burguesía sobre el proletariado, en caso de que éste no superara el corporativismo y aceptara la división entre la lucha económica y lucha política.

En los Cuadernos de la cárcel, se alude al concepto en un gran número de contextos diferentes. En primer lugar se refiere a la alianza del proletariado con otros grupos explotados, en especial el campesinado, poniendo de relieve la influencia cultural y moral del primero y acentuando el carácter de fusión orgánica constitutiva de un nuevo bloque histórico. Allí tendrían lugar la hegemonía respecto de los aliados, y la dictadura sobre la burguesía.

En otros momentos, el término se extiende a la acción de la burguesía sobre las clases subalternas en sociedades capitalistas desarrolladas y estables, donde la fuerza no es lo más visible. La doble naturaleza del centauro de Maquiavelo, mitad bestia y mitad hombre, indica también la coexistencia de fuerza y consenso; de autoridad y hegemonía; de dominio y dirección moral e intelectual. Cabe señalar que la hegemonía/dirección pertenece al ámbito de la sociedad civil, y la coerción/dominación al del Estado; habría dos planos superestructurales, la sociedad civil con sus organizaciones privadas como la iglesia, los sindicatos, las escuelas, etc… y la sociedad política o Estado destinada a garantizar el orden social necesario para mantener vigente el modo de producción.

Otras veces, la hegemonía abarca tanto consenso como coerción, distinguiéndose la hegemonía política a través de los tres poderes en que se divide el Estado, y la hegemonía civil al interior de la sociedad civil.

Por otro lado, la caracterización del Estado ampliado que ejerce dictadura más hegemonía implicaría dejar de lado el rol adjudicado a la sociedad civil.

Pero todas estas ambigüedades bajo un enfoque filológico se transforman en adecuaciones nada caprichosas cuando se las considera en el marco de las discusiones de una época muy particular.

Dentro del sistema de categorías gramsciano quedarían entonces perfiladas tres visiones. En el primer modelo, prevalece la hegemonía sobre la coerción, hablaría de la estabilidad del orden capitalista por la influencia de la cultura dirigente; la subordinación capacitaría para el gobierno por consenso.

Coincide con Lenin quien señalara que los zares gobernaban por la fuerza, en cambio la burguesía anglo-francesa por el engaño y la concesión. La tarea revolucionaria no consistiría en combatir contra un estado armado sino en la conversión ideológica de la clase obrera para liberarse de la mistificación capitalista llevada a cabo por el aparato cultural o el económico (o ambos). Llevando esta postura a ultranza se caería en la ilusión socialdemócrata de la salida parlamentaria y pacífica al socialismo.

En el segundo modelo, donde la sociedad civil – con sus instituciones privadas – se encuentra en equilibrio con el Estado – ejerciendo una doble función educadora, en forma positiva a través de la escuela y en forma negativa a través del derecho –, la hegemonía se distribuye entre ambos para combinar consenso y coerción. Pero como advierte Anderson, la coerción está monopolizada legítimamente por el Estado; aquí, Gramsci no habría tenido en cuenta la asimetría estructural en la distribución de las funciones consensuales y coercitivas del poder.

Un tercer intento está representado por la concepción de Estado ampliado en la cual no habría distinción entre Estado y sociedad civil. Se entiende por Estado todo el conjunto de prácticas por las cuales la clase dominante justifica y mantiene su dominio, a la vez que logra consenso. Aquí se incluyen los aparatos privados de hegemonía civil como parte del Estado. Esta es la visión que adoptará años más tarde Louis Althusser, quien al hablar de los aparatos ideológicos del Estado no cree importante distinguir si son públicos o privados. Gramsci ubica en este caso a la sociedad civil por fuera de las relaciones económicas, motivo por el cual no menciona a las fábricas o plantas como lugares de la hegemonía, desconociendo el importante rol que la disciplina y la rutina del trabajo, además de la fetichización de la mercancía ejercen sobre las conciencias. Sin embargo, durante los años del bienio rosso con la experiencia de los consejos de fábrica, dichos escenarios fueron considerados escuelas para el socialismo. “…estudiemos esta institución obrera, hagamos una encuesta, estudiemos también la fábrica capitalista, pero no como organización de la producción material, porque para eso necesitaríamos una cultura especializada que no tenemos; estudiemos la fábrica capitalista como forma necesaria de la clase obrera, como organismo político, como territorio nacional del autogobierno obrero”.[13]

De todas formas, en sus años finales en sus escritos Sobre Americanismo y Fordismo, su impresión había cambiado, producto seguramente de la derrota sufrida por el movimiento obrero. El partido político se convertía en el organismo más relevante.

La noción de Estado ampliado proviene de B. Croce, aunque atribuida a Gramsci él mismo lo manifiesta: “Croce llega hasta afirmar que el verdadero “estado”, que es la fuerza directiva en el proceso histórico, se ha de encontrar a veces no donde generalmente se cree que está, en el estado jurídicamente definido, sino frecuentemente en las fuerzas privadas y a veces en las denominadas revolucionarias. Esta propuesta de Croce es muy importante para comprender su concepción de la historia y de la política”.[14] Despejando los contenidos metafísicos de esta concepción - como herencia hegeliana-, la disolución analítica de fronteras entre Estado y sociedad civil al hablar de hegemonía no le impidió, a diferencia de Althusser, en sus observaciones más coyunturales caracterizar al fascismo y distinguirlo de los regímenes parlamentarios europeos.

El logro de Gramsci se centra en destacar el problema de la legitimidad consensual, el riesgo consistiría en dejar de lado el elemento coercitivo determinante, propio de cualquier Estado clasista. Entre Maquiavelo y Croce trató de no inclinar la balanza hacia la fuerza y cuestionar al mismo tiempo el énfasis excesivo en la cultura y el consenso, y pareciera no haberlo conseguido.

Su objetivo sin embargo no fue dejar de lado una cuestión tan básica para la tradición marxista como el carácter represivo del Estado capitalista, sino aportar elementos nuevos conformes a la marcha de los acontecimientos. En el marco de referencia de la komintern, se hacía cada vez más difícil establecer tácticas y estrategias para occidente.

Alrededor de 1920, Lukács miembro del PC húngaro en el exilio, así como sus camaradas alemanes Thalheimer y Frohlich, creyeron avizorar la crisis final del capitalismo en medio de un supuesto clima prerrevolucionario. Eso los llevó a defender la táctica conocida como “teilaktion” o acción armada parcial para despertar al proletariado de su letargo reformista, en alusión a Berstein y a todos aquellos que seguían confiando en que las reformas parlamentarias conducirían a mejoras parciales al capitalismo sin pensar en un nuevo tipo de Estado. El desastre en Alemania central en marzo de 1921 propulsado por el KPD, repudiado tanto por Lenin como por Trotsky, terminó con la teoría de la ofensiva revolucionaria asimilable a la guerra de maniobra en términos gramscianos.

La guerra de posición esgrimida por Gramsci, apuntaba a corregir esa postura aventurista en pos del frente único tendiente a ganar a las masas. La función de la vanguardia correspondía a la fase preparatoria mediante la organización paciente y la agitación para mantener la unidad de la clase obrera en acción. Si bien en el período comprendido entre 1921 a 1924, tanto Gramsci como el resto del PCI y también el PSI habían rechazado la política del frente único, con el ascenso del fascismo, revieron su posición.

Ya en 1928 la komintern era otra, había comenzado el II período y la presunción de la crisis inmediata y catastrófica del capitalismo pareció tener asidero con la Gran Depresión del ’29. en ese marco se postula la identidad del fascismo con la socialdemocracia y Gramsci en contra no sólo del PCUS sino de su propio partido, reivindica el frente único como trabajo político ideológico libre de sectarismos, previo a la toma del poder.

La guerra de posición sin saberlo tuvo su analogía en la “estrategia de desgaste” defendida por Kautsky en contraposición a la “estrategia de derrocamiento” sostenida por Rosa Luxemburgo. La polémica entre la expectativa electoral y las huelgas generales como práctica ofensiva, llegó a Rusia donde Lenin sin advertir los verdaderos objetivos de Kautsky, interpretó que la estrategia de desgaste sería una transición hacia la estrategia final de derrocamiento. En el mismo sentido convergen por separado, uno preso y el otro exiliado, Gramsci y Trotsky cuando en 1932 en pleno auge del III período, se pronuncian a favor del frente único, en contra del PCI y de la Komintern, destacando al mismo tiempo la necesidad de combinar una y otra estrategia, observando que el privilegio de una u otra llevaría indefectiblemente al fracaso.

La guerra de posición equivaldría a la fase en que un partido revolucionario trata de ganar ideológicamente a las masas, de manera previa a la toma del Estado burgués que necesariamente implica el uso de la fuerza o coerción, de una guerra de maniobra o estrategia de derrocamiento. La intuición política definida casi al final de El príncipe moderno como la rapidez para visualizar problemas, relacionar, encontrar los medios adecuados y orientar a los hombres hacia una acción determinada podrá discernir la estrategia más adecuada a cada relación de fuerzas. La analogía militar es sólo un recurso hermenéutico, una simplificación ad absurdum, Gramsci pone de manifiesto que la lucha política es mucho más compleja que la guerra militar, en esta basta con alcanzar potencialmente el fin estratégico. En aquella en cambio, no es suficiente vencer por la fuerza, sino que la pugna continúa en diferentes planos, además “…en la lucha política no se deben imitar los métodos de lucha de las clases dominante si no se quiere caer en fáciles emboscadas.[…] la política debe ser, también aquí, superior a la parte militar. Sólo la política crea la posibilidad de la maniobra y de movimiento.”[15]

La crisis orgánica es multicausal, no es necesariamente económica pero tampoco sólo política. Se trata de un proceso largo que no debe confundirse con manifestaciones episódicas o estruendosas. El desarrollo del capitalismo es un sucesión de crisis donde las fuerzas operantes se reacomodan y equilibran permanentemente. Advierte que la recomposición de la hegemonía burguesa en la posguerra implica un desplazamiento del poder desde el campo parlamentario al de la burocracia. La inserción de las masas de excombatientes, de las capas medias con cargos de mando durante la contienda bélica y la incapacidad de las fuerzas contra- hegemónicas para canalizar la situación, son algunos de los factores que generaron la crisis de representación entre gobernantes y gobernados; y tanto el fascismo como el New Deal como distintos modos de respuesta a la crisis del capitalismo, se caracterizaron por la centralidad burocrática. Allí la cuestión de los expertos o funcionarios de carrera se emparenta a la de los intelectuales. Hay una diferencia entre centralismo burocrático y centralismo democrático, el primero indica que la clase dirigente está anquilosada y sólo pretende mantener sus propios intereses, el democrático es de carácter orgánico, dinámico, creativo, con capacidad para adaptarse e interpretarse de acuerdo a las necesidades, para organizarse críticamente.

“…la acción política concreta, la única actividad creadora de progreso histórico. Exige una unidad orgánica entre teoría y práctica, entre intelectuales y masas populares, entre gobernantes y gobernados.”[16] “El modo de ser del nuevo intelectual no puede ya consistir en la elocuencia, motor exterior y momentáneo de los afectos y las pasiones, sino en el mezclarse activo en la vida práctica, como constructor organizador, persuasor permanente precisamente por no ser puro orador, y, sin embargo, superior al espíritu abstracto matemático; de la técnica – trabajo pasa a la técnica - ciencia y a la concepción humanista histórica, sin la cual se sigue siendo especialista y no se llega a ser dirigente (especialista + político)”.[17]

El sistema social democrático - burocrático se refiere al resultado de ese proceso de desplazamiento, neocorporativo y tecnocrático, cuya expresión más acabada constituyen el americanismo y el fordismo en el cual todos los planos de la sociedad y el Estado mismo se adecuan al de la producción, acercando las superestructuras hacia la economía. Entonces la hegemonía en el seno de la fábrica, puede crear una nueva cultura afín a los nuevos patrones de acumulación y consumo, convirtiéndose en escuela para el capitalismo, no ya para el socialismo.

El americanismo como “revolución pasiva” ha demostrado que la crisis no era el final, pero también debe descartarse la invulnerabilidad fatalista del sistema capitalista. Las expresiones contratendenciales (para superar la ley tendencial de la caída en la tasa de ganancia), tienen sus límites naturales y sociales: “la contradicción económica deviene contradicción política y se resuelve políticamente por la subversión de la praxis”.[18]

El final esta abierto, no confía en el progreso evolucionista ni cree en la realización de la libertad como horizonte históricamente determinado. Con el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad encaró su lucha y su vida. “¿Por qué sería utópica la voluntad de Maquiavelo y revolucionaria y no utópica la voluntad de quienes quieren conservar lo existente e impedir el surgimiento y la organización de fuerzas nuevas que turbarían y subvertirían el equilibrio tradicional? La ciencia política abstrae el elemento voluntad y no tiene en cuenta el fin al cual se aplica una voluntad determinada. El atributo utópico no es propio de la voluntad política, sino de voluntades particulares que no saben ligar el medio al fin y por lo tanto no son tampoco voluntades, sino veleidades, sueños, deseos.”[19].

BIBLIOGRAFÍA

Anderson Perry (1988): Tras las huellas del materialismo histórico, Ed. Siglo XXI, México

Anderson Perry (octubre 1987- abril 1988): “Las antinomias de Antonio Gramsci” en Cuadernos del sur nº 6 y 7

Gramsci Antonio (1971): La Política y el Estado Moderno, Ed. Península, Barcelona

Gramsci Antonio (1990): Escritos políticos (1917 – 1933), Ed. Siglo XXI, México, 4ª edición
Gramsci Antonio (1999): Antología, Ed. Siglo XXI, México, 14ª edición

Portantiero Juan Carlos (1987): Los usos de Gramsci, Ed Plaza y Janés, México


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[1] Anderson 1988:10
[2] Anderson 1988:13-14
[3] Gramsci 1972: 9
[4] Gramsci 1977: 331
[5] Gramsci 1999: 313
[6] Gramsci 1971: 118
[7] Gramsci 1999: 72
[8] Gramsci 1971: 126
[9] Gramsci 1971:103
[10] Gramsci 1971: 89
[11] Anderson 1987-1988: 56
[12] Gramsci 1999:146
[13] Gramsci 1999: 98
[14] Citado por Anderson 1987- 1988: 97
[15] Gramsci 1971: 131- 132
[16] Gramsci 1971: 147
[17] Gramsci 1999: 392
[18] Gramsci 1999: 445
[19] Gramsci 1971: 157

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